Cerebros "hackeados"

Tengo delante Los cerebros ‘hackeados’ votan de Harari, autor de cierta y reciente fama. Elabora sobre un argumento simple y manido: el cerebro funciona como un ordenador y los seres humanos somos no solo perfectamente predecibles sino también perfectamente manipulables. De lo que se derivan muchas funestas consecuencias en lo político y en lo social.

El artículo me ha sido recomendado por dos personas cuyo criterio tengo en muy alta estima. Pero otra lo ha criticado con saña aquí.

La crítica es formalmente correcta y lo sería también en sustancia si no lo hiciese a un hombre de paja. El autor desconoce que Harari está escribiendo en un dialecto usado en el mundo de la ciencia de datos que se caracteriza por que ciertos términos significan cosas distintas que en el mundo ancho. Por ejemplo, en dicho dialecto, exponencial significa creciente; optimizar se refiere o bien a encontrar mínimos locales o bien a hacer lo mejor posible con las restricciones imperantes de tiempo, talento y presupuesto.

En ese micromundo, programar cerebros significa solamente tratar de influir en el comportamiento humano. Lo que la publicidad ha hecho siempre (y en lo que consiste). Un pelín más sofisticada, pero publicidad de toda la vida.

El problema no tiene que ver, como argumenta Tsevan Rabtan, con el libre albedrío sino con el abuso del lenguaje. Es solo cuestión de percatarse de que quien no use en un sentido ultralato exponencial, optimizar o programar ni venderá proyectos de ciencia de datos ni… publicará en El País. Así es el mundo (no pun intended).

Lo malo del artículo original no es que eche por tierra el concepto de libre albedrío (que, como argumento arriba, no es lo que hace) sino que ignora el fenómeno del tanque de pirañas. Que se resume y concreta en lo siguiente: pueden existir mecanismos poderosos que nos inviten a visitar un enlace, concedido. Pero agentes distintos los aplicarán para que visitemos enlaces también distintos y ejercerán presiones más o menos poderosas… en direcciones contrapuestas. Como en mecánica clásica, estas fuerzas tenderán a cancelarse.

Un ejemplo: mucho se ha escrito sobre los científicos de datos detrás del triunfo electoral de Trump. Su trabajo consistía en tratar de influir en la opinión pública (de nuevo, con procedimientos novedosos y probablemente más poderosos que los de la publicidad tradicional). Siempre podrán hacer constar su logro en el CV y decir en las lifaras: yo estuve allí. Pero no hay que olvidar que en el bando contrario había un equipo espejo de científicos de datos, tan talentoso o más que el de Trump, ejerciendo una presión contraria sobre el electorado, para que votasen a la candidata demócrata. Lo más sensato sería asumir que, globalmente, los efectos fabricados por ambos equipos se neutralizaron mutuamente.

Lo que tenemos por delante es una carrera armamentística de agentes con intereses contrapuestos que no se pueden permitir no entrar en ella. Y que nos espamearán sin piedad de un lado (los unos) y del otro (los otros). Pero cuyo efecto irá progresivamente degradando conforme reajustemos nuestra racionalidad (mil perdones por usar esta construcción… ejem, erudita) y aprendamos a pasar olímpicamente de esos anzuelos con colorines.